domingo, 31 de julio de 2011

Manosear la literatura

Sábado en una librería del centro. Paseo por los pasillos sin rumbo fijo, parándome allá donde veo algún título interesante. De repente, veo un libro que hacía tiempo que buscaba; ya lo había leído, pero quería comprarlo, así que lo cojo de la pila y me pongo a hojearlo tranquilamente. Una señora, a mi lado, me mira sin disimulo. Yo le devuelvo la mirada y me sale un gesto involuntario con las cejas. Algo así como "¿sí?, dígame". La señora, de unos sesenta años, se da la vuelta y se marcha a otro pasillo, así que sigo pasando las páginas del libro, recordando algunos pasajes y sonriendo involuntariamente.

Cuando estoy a punto de cerrarlo y dirigirme a la caja, la señora aparece por el otro lado, me vuelve a mirar y me dice: "deja de manosear la literatura; compra el libro". Acto seguido, la mujer se marcha por donde ha venido. Yo miro a mi alrededor, para ver si alguien más ha oído sus palabras. Me quedo con el libro entre las manos, sin saber muy bien qué decir. De no ser porque han venido a buscarme, quizá todavía estaría allí.

Horas después, todavía estoy sorprendido, pero tengo que reconocer que me ha gustado eso de "manosear la literatura".

martes, 26 de julio de 2011

De búhos y otras aves rapaces

Como muchas otras historias, ésta comenzó durante una cena, hace ahora algunos días. En casa de un amigo mexicano, mientras degustábamos la comida que nos había preparado y brindábamos con cerveza Pacífico por su regreso a casa este próximo fin de semana. “La tierra llama”, me dice desde hace años. Parece ser que le ha prestado atención por fin. No sé muy bien cómo fue la conversación, porque estaba lejos de donde se inició, pero de repente me estaban preguntando si la palabra “búho” llevaba tilde. Tenga un filólogo siempre a mano. Varias caras me miraron con expectación. Ahí estaba el juez para dictar sentencia, sin saber quién defendía qué. “Sí, con tilde”, contesté después de unos segundos.Un bando sonreía, pero el otro no quería dar su brazo a torcer: “pero si es sólo una sílaba”, “delante de hache intercalada no se pone tilde (¿?)”, “a ver, a ver qué dice el diccionario”.

El diccionario, sin embargo, estaba ya empaquetado junto con el resto de libros. Por suerte (o por desgracia, según a quién se le pregunte), hoy en día muchas discusiones se acaban rápido cuando alguien saca su teléfono móvil con conexión a internet y realiza una consulta. Efectivamente, el diccionario daba la razón al sí, pero la discusión se transformó en otra. El diccionario de la Real Academia da esta definición de “búho”:

búho.

(Del lat. vulg. bufo, y este del lat. bubo, -ōnis).

1. m. Ave rapaz nocturna, indígena de España, de unos 40 cm de altura, de color mezclado de rojo y negro, calzada de plumas, con el pico corvo, los ojos grandes y colocados en la parte anterior de la cabeza, sobre la cual tiene unas plumas alzadas que figuran orejas.

¿Indígena de España? ¿No hay búhos en otras partes? ¿Se han exportado todos? ¿De 40 cm y de esos colores solamente? Por suerte, también tenemos un biólogo en plantilla de amigos, así que todas las miradas se dirigieron a él. “Pues no sé”, nos dijo mientras sacaba de su bolsillo su teléfono. Unos segundos y ya teníamos la respuesta: esa definición correspondía a una especia concreta; el Búho real. ¿Por qué la Academia define de esta manera “búho”? ¿Por qué no es más genérica en su definición? ¿Alguien con la respuesta a mano? O en su móvil.

viernes, 15 de julio de 2011

Chocolatinas mágicas

Anoche estuve cenando con mis tíos y mis primos, a los que procuro visitar siempre que puedo. Recordando viejas historias, me vino a la cabeza una de cuando tenía unos cinco o seis años; una de mis tías fue a Berlín (todavía partido en dos) y me trajo una caja de chocolatinas rellenas de mermelada de distintos sabores. Para mí fue todo un acontecimiento. Puede que a los más jóvenes les pueda sorprender el regalo, pero en la España de aquel entonces la variedad y la “fantasía” en este tipo de productos no era, ni mucho menos, la que podemos disfrutar ahora.

Supongo que el chocolate me debió gustar, pero me recuerdo a mí mismo tratando de descifrar aquellas palabras escritas en alemán que había en el envoltorio. Varios lustros después, sigo siendo incapaz de saber qué ponía, pues no conozco más que alguna palabra suelta en alemán. Sin embargo, algunos de mis amigos sí que estarían en disposición de echarme una mano, ya que estudiaron alemán y unos pocos, además, lo hablan con gran fluidez. Excluyo de este párrafo a mis amigos alemanes, claro.

Cuando volvía a casa en coche, después de cenar, me paré a pensar en todos mis amigos o familiares que han ido aprendiendo distintos idiomas a lo largo de estos años. Y me sorprendió (gratamente, añado) el número y la variedad. La mayoría ha ido estudiando inglés durante su vida (aquí hago un inciso; pocos lo hablan de manera fluida, ¿por qué será?), pero luego conté, dentro de mi círculo más cercano: euskera, francés, alemán, italiano, portugués, ruso, farsi, mandarín, japonés, hebreo, árabe y sueco como idiomas aprendidos. Sólo unos pocos pisaron la facultad de letras, pero me consta que la mayoría disfrutaron de su aprendizaje y disfrutan ahora de la comunicación en otra lengua. Me gusta hablar con ellos sobre eso.

Hace tantos años, con mis chocolatinas mágicas en las manos, ni siquiera podía llegar a imaginar las ciudades que acabaría visitando, las lenguas que hablaría, las que escucharía con atención pese a no entender nada. Tampoco podía imaginar, hace tantos años, que estaría compartiendo, a través de una red, ésta y otras experiencias con personas con mis mismos intereses. A veces, si me paro a pensarlo por un momento, todavía me cuesta.

lunes, 11 de julio de 2011

Pacha, aña

Por supuesto, no recuerdo las primeras palabras que pronuncié en voz alta. Tampoco recuerdo si tardé mucho en hablar o me lo tomé con relativa calma. En fin, no tengo la información de primera mano, pero digamos que las fuentes son del todo fiables.

No sé si todos los padres esperan que las primeras palabras de su hijo sean “papá” o “mamá” o cualquiera de sus múltiples derivados, pero estoy seguro de que ha habido miles de sorpresas en esas primeras palabras. ¿Sabéis qué fue lo primero que dijisteis? El otro día, en una reunión familiar, volvieron a explicarme que las primeras palabras que dije fueron “pacha” y “aña”. Como os podréis imaginar, nadie sabía muy bien qué quería decir aquello.

Al principio no me hicieron demasiado caso, pero luego fueron atando hilos, cuando fui pronunciando algunas otras palabras y ya llamaba a mis padres. Entonces, cuando tuve delante una cuchara, pronuncié “pacha”. Cuando vi una naranja, pronuncié “aña” (esto último, al parecer, con cierta efusividad). ¿Tanto me gustaba comer? Ésa es otra de las cosas que no recuerdo, claro… Pero ya me han contado que no se me daba mal del todo.

No sé si mis padres se desilusionaron o se sorprendieron, pero llegados a este punto me pregunto si aquel uso del lenguaje era una necesidad por mi parte o simple glotonería.

miércoles, 6 de julio de 2011

Cuando sea menester

En ocasiones, pequeños detalles hacen que nos vuelvan a la memoria situaciones o conversaciones que tuvimos con las personas que estuvieron cerca y que ya no están. Porque murieron, se fueron lejos o simplemente perdimos el contacto. A mí me pasa con las conversaciones que tenía con mis abuelos y con las expresiones que ellos utilizaban y que están actualmente (muchas de ellas) en desuso. De repente, oigo una de esas expresiones en la radio, en la televisión o en el metro y me vuelven a la cabeza multitud de recuerdos. Entonces me pongo nostálgico y me da por escribir líneas como estas.

Como muchos otros niños de mi generación, me crié, en parte, con mis abuelos. Me alegra reconocerlos a veces en gestos que hago, en palabras o expresiones que utilizo. Seguramente no sea el principal legado que obtuve de ellos, pues aprendí tantas cosas que muchas de ellas acaban diluyéndose y uno pierde la percepción de que están ahí, pero me encanta usar ese tipo de expresiones que me llegan de otro lugar y de otro tiempo.

Yo las interiorizaba y las hacía mías poco a poco. A veces, llegaban a sorprender a mis profesores de primaria, que no entendían que un niño de mi edad usase con total normalidad expresiones como “cuando sea menester” o palabras como “zagal”. Reconozco que las tengo, éstas y muchas otras, en un rincón de la cabeza y que vuelven muchas veces, pero siento que cada vez con menos frecuencia, pues me resulta más complicado cada día poder hacer uso de ellas sin que la persona con la que hablo me mire con cierta curiosidad. Es por ello que siempre me sorprende una sonrisa cuando las leo en algún libro, porque en esas palabras veo también a mis abuelos. Y, entonces, siento de verdad que me acompañarán toda la vida. Sus palabras y ellos mismos.

sábado, 2 de julio de 2011

Color melón

Hoy estaba sentado en una terraza, en mitad de una plaza, comiéndome un helado de melón. No sé si habrá algún sabor con el que no hayan experimentado ya, pero el de esta noche era de melón. A veces sucede que de repente, y sin saber muy bien por qué, aparece en tu cabeza una idea o un recuerdo que parecía escondido o sepultado para siempre. El helado de melón me ha llevado diez años atrás. Ojo, no es que fuese en busca del tiempo perdido ni nada por el estilo. Hace diez años, tal día como hoy, estaría atendiendo a los clientes en la tienda de ropa donde trabajaba.

Una señora se me acercó y me preguntó si tenía alguna camisa color melón. Así, a quemarropa. Yo había leído que los hombres sólo eran capaces de distinguir diez colores, pero por aquel entonces todavía me faltaba alguno por aprender de la decena. Ahora me río cuando me veo a mí mismo pensando: "¿pero el color de fuera o el de dentro?". Suerte que uno estaba estudiando filología y tenía recursos a mano (esta frase es gratuita, claro), así que la acompañé a la sección de camisas, esbocé una sonrisa y le dije: "mire, aquí puede ver toda la gama de colores, por si considera que algún otro también le puede interesar. Todos los colores que tenemos están aquí". La señora, claro, me miró con suspicacia, pero me dio las gracias y se puso a mirar camisas.

Aproveché el momento para escabullirme hacia la zona de la ropa de mujer para preguntar a alguna de mis compañeras por el color melón. Una de ellas me indicó un vestido expuesto en un maniquí. Hace diez años nunca había visto un melón anaranjado, pero no tuve más remedio que creer lo que me decía.

Años más tarde, cuando dejé el trabajo en la tienda, ya conocía más de diez colores, incluidos varios tonos de melón. Sin embargo, por la falta de práctica, se me han ido olvidando y mezclando en la memoria, pero ya nunca me resulta un problema: ahora voy a una tienda y pido unos zapatos que he visto en el escaparte color pimientos del padrón, fruta de la pasión o paella mar y montaña y me quedo tan ancho.