miércoles, 21 de septiembre de 2011

La vieja facultad

Hace ya algunos años que salí de la facultad. Ayer tuve que volver por un asunto burocrático y, a primera vista, me pareció la misma de siempre. La misma cafetería, los mismos pasillos, el mismo personal en la ventanilla, el mismo edificio. Sin embargo, cuando llevaba allí cinco minutos, todo me pareció completamente distinto. Primero, algunos detalles; esa máquina de comida no estaba ahí, este ascensor es nuevo, la copistería está cerrada. Después, me di cuenta de que había un guardia de seguridad en la puerta, de que el quiosco donde compraba siempre el diario antes de entar a clase había desaparecido, de que en la sala de estudio los alumnos... ¡Estaban estudiando! Y, por un momento, no reconocí mi vieja facultad.

Y a cada paso que daba por aquellos pasillos mi impresión era diferente; ahora sí, ahora no. Hoy todavía no sé si mi facultad estaba igual o totalmente cambiada. Quizá os parezca una estupidez, pero soy incapaz de decidirme.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Los mejores culebrones

Hace tiempo que quería compartir esta historia, pero hoy he hablado por teléfono con el hijo de la protagonista y he pensado que no podía esperar más. Ella se llama Rosa y es la madre de uno de mis amigos de la infancia. Como tantas otras mujeres de su generación, tuvo que dejar la escuela cuando aprendió a leer y a hacer las cuentas más elementales. Después de una vida dedicada al trabajo y a sus dos hijos, hace un mes que se jubiló. Bien por ella.

Fuimos vecinos durante toda mi infancia y buena parte de mi adolescencia; muchas tardes me las pasaba en su casa merendando antes de salir a la calle con sus hijos en busca de cualquier juego. Una de las últimas veces que visité su casa (yo tendría unos 12 años), me llamó mucho la atención la gran estantería llena de libros que tenían en la sala. Siempre había estado allí, pero nunca le había prestado atención. Le pregunté a Rosa si había leído todos aquellos libros, pero me quedé paralizado cuando se marchó de la sala entre sollozos, sin contestar.

Años después, le pregunté a mi amigo por aquel episodio y me lo explicó todo: su madre había ido comprando todos aquellos libros para sus hijos, poco a poco, pero nunca se había atrevido a abrir ninguno y leerlo. "Pensaba que no entendería nada y que acabaría frustrada", me dijo. Mi amigo, un buen tipo donde los haya, empleó su primer sueldo de adolescencia en comprarle a su madre una colección de novelas de Galdós. Se sentó con ella un día y la "obligó" a leer. Y no hizo falta nada más. "Nadie escribe culebrones como Galdós; tienes que leer sus novelas", me dijo Rosa no hace demasiado. Buen consejo.

martes, 13 de septiembre de 2011

Esdrújula, una revista de filología

Amigos, ya tenemos nombre para la revista en la que esperamos que queráis participar de una u otra manera. Se llamará Esdrújula. ¿El motivo? No es fácil de explicar, pero para cada una de las personas que estuvieron involucradas en el nacimiento de este proyecto, esta palabra tenía una connotación positiva, diferente en cada caso. Ojalá también lo pueda tener para vosotros y os animéis con esta aventura que ahora empieza.

En el foro iremos añadiendo información a medida que el proyecto avance: INFORMACIÓN SOBRE LA REVISTA. Podéis participar como autores de algún artículo (aquí podéis ver las distintas secciones) y como parte del comité editorial. Si necesitáis más información, sólo tenéis que preguntarlo en el foro o enviarnos un correo electrónico a la siguiente dirección: administracion@losfilologos.com.

Esperamos que Esdrújula os parezca un nombre apropiado para esta revista que, esperamos, sea de todos nosotros.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Profesores que marcan

Estaba comprando fruta en el mercado. Unas naranjas, unos kiwis (palabra que cada frutero, por cierto, pronuncia de forma diferente) y un melón. Este último salió bastante bueno, tengo que decirlo. En eso estaba cuando me pareció ver un rostro conocido que me miraba, pero no supe, en el primer momento, identificar de dónde conocía a esa persona. Me costó un par de segundos, pero enseguida caí; era mi profesora de lengua del instituto, a la que hacía algunos (bastantes) años que no veía. Se acercó sonriendo y empezamos a hablar de los viejos tiempos en clase; de la lata que le daba, de aquellos exámenes decimonónicos, de algunos antiguos compañeros. En fin, de esas cosas.

Después de cinco minutos hablando, y cuando ya se marchaba, se giró de nuevo con su bolsa de verduras y me preguntó qué había estudiado finalmente en la universidad. “Filología”, le dije, y noté en su cara sorpresa, pero también satisfacción. Cuando ella asentía, justo antes de darse la vuelta de nuevo, me salió de forma espontánea una despedida que la hizo sonreír, esta vez de manera amplia. “Gracias”, le dije.

Ese “gracias”, en realidad, no era sólo para ella, sino para todos los profesores de secundaria que transmiten a sus alumnos su amor por las letras (o por la materia que impartan).

martes, 6 de septiembre de 2011

Libros y aviones

Mi hermano me prestó un libro la última vez que fui de viaje. Unas 900 páginas, redondeando. Cuando me disponía a volver a casa, ya con la maleta facturada, iba leyendo las últimas líneas de la novela en cuestión. Al llegar a la cola de embarque quedaba ya poca gente, así que me tocó pasar, pero el señor que estaba allí me detuvo y me hizo introducir la maleta de mano en uno de esos artilugios metálicos para comprobar que tenía las medidas adecuadas. Sin problema. Iba a intentar pasar de nuevo cuando me señaló una báscula que había justo al lado. Coloqué mi maleta con cuidado y pesaba 10 kilos y 200 gramos. "Lo siento; el peso máximo permitido es de 10 kilos", me dijo de nuevo el señor, mientras atendía ya al siguiente pasajero.

Cogí mi maleta y saqué una chaqueta, que me puse por encima. Tercer intento con todos los pasos; billete, artilugio de medidas y báscula. Todo correcto. Intenté entrar de nuevo, pero otra vez su voz me impidió el paso: "No puede llevar el libro en la mano; debe ir dentro de la maleta". Reconozco que no me había pasado nunca, así que salí de la cola y pensé cómo podría pasar, ya que el libro no cabía en la maleta y, si hubiese cabido, el peso habría superado de nuevo el máximo permitido. Mientras pensaba, no dejaban de llegar a mi cabeza las voces de mis amigos y sus consejos sobre el libro electrónico, pero necesitaba una solución rápida, así que opté por tirar el libro a la papelera y seguir con mi viaje.

No ha colado, ¿verdad? Un último intento y entonces conseguí pasar; billetes, artilugio de medidas, peso de la maleta y ningún otro bulto en las manos. Cuando el buen señor se dio cuenta, ya era demasiado tarde para impedir que pasara con un rectángulo de kilo y medio marcado en la espalda entre el jersey y la chaqueta.

Por cierto, facturar esa maleta de mano costaba algo más de lo que me había costado el billete. Libro y yo, de vuelta en casa.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Una maleta de hace medio siglo

Entra a casa con una maleta, calculo, de los años sesenta. La maleta me encanta desde el primer momento; es de aquellas marrones, de piel, que se cierra con largas correas. La deja en el suelo y me dice que la ha cogido de casa de sus abuelos y que dentro hay un pequeño tesoro que quiere compartir.

Cuando la abre, mi sonrisa me delata. Hay un montón de libros que llevan años en las estanterías de sus abuelos y que ahora van a estar en las suyas. En las mías, al fin y al cabo. Hay varios libros de cocina de finales de los años sesenta y principios de los setenta (cómo ha cambiado la manera de editarlos; prácticamente no hay imágenes). Hay también algunas novelas editadas en aquellos años (no he leído la mayoría), pero dos libros llaman mi atención por encima de los demás.

Uno parace a simple vista un tomo de enciclopedia, aunque con menos páginas. Sorpresa; es un compendio de proverbios sicilianos (con su traducción correspondiente al toscano). Es una edición de los años cincuenta muy cuidada. Mucho.

El otro es mucho más pequeño y está metido en una caja. La abro y las letras de la cubierta del libro están muy gastadas, así que allá voy... Vaya, es un misario de los primeros años treinta. Creo que es el primero que tengo entre las manos. Paso algunas páginas y tiene más sorpresas; está lleno de pequeñas estampas de comunión, bodas y funerales, desde 1934 hasta los años sesenta.

Llevo un par de horas repitiendo lo mismo: vaya...

viernes, 2 de septiembre de 2011

4.400 días después

Lo de 4.400 es un poco por redondear, porque la cifra de días exacta soy incapaz de recordarla. Más de doce años, eso sí. Eso es lo que ha tardado un amigo en devolverme un libro que le presté por aquel entonces. Lo ha sacado de su mochila casi con vergüenza (o sin el casi, según me ha dicho luego) y me lo ha tendido en forma de disculpa. Yo, al principio, no entendía nada, pero cuando me he dado cuenta de que lo que tenía en mis manos era un libro que había prestado hacía tantos años casi me da por reír. Don Álvaro o la fuerza del sino, nada menos. Hacía tanto tiempo que hasta he llegado a pensar que sólo podía ser una primera edición...

Me ha dicho que ha estado en su estantería desde entonces (doy fe de que está en perfecto estado) y que, por una cosa u otra, nunca se había acordado de devolvérmelo. Hoy se acordó. Y se lo agradezco.

¿Sabéis qué es lo que he hecho nada más llegar a casa, incluso antes de colocarlo en su lugar? Mirar en mi estantería por si tenía yo algún libro ajeno en la misma situación. No sé si me creeréis, pero he estado unos minutos con un nudo en el estómago. Al final, nada, todo en orden. Y menos mal...

jueves, 1 de septiembre de 2011

Segundas partes

Hay días que a uno se le hacen especialmente largos. "Por nada en concreto, sino por todo en general", como dice muchas veces un buen amigo. En el autobús de vuelta a casa había mucha gente. Septiembre, dicen. Hacía calor y el tráfico era denso. Entre resoplidos, oí una risa breve un par de asientos más atrás (eso sí, yo estaba en el pasillo). Una chica, de unos veinte años (lo reconozco, no soy muy bueno para adivinar edades), sonreía a las páginas de su libro. No pude evitarlo e incliné levemente la cabeza hasta ver la portada. Sentí curiosidad por aquel libro que ponía de buen humor a aquella chica.

Un segundo, dos, tres. "Pues sí, sí", me dije a mí mismo. Aquella chica estaba leyendo El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Por un momento, antes de volver a los frenazos, al calor y a los gritos de los demás conductores, fui feliz en aquel autobús. De verdad que lo fui.